Crónica pretérita con Los Pelos en Punta
Del sur de la ciudad hasta los rumbos del Politécnico, de noche, era una experiencia de por sí oscura, bien adecuada a la primera mitad de los 80, de desencanto, grisura, fracaso en estudios, derrotas emocionales y una profunda furia contra todo lo que pareciera tener la culpa, es decir: todo. Lo único importante era ponerse los audífonos en la oscuridad para escuchar y cantar con rabia eléctrica los coros maquinales de “Headhunter”, o salir de noche, en banda, en la nave de alguno de los cuates de la prepa-basurero en que cursábamos. Extremo en sí mismo, ya saben, pocas esperanzas, muchas drogas fuertes, uno de esos auges olímpicos de la coca, que hace las cosas más veloces, la presión más intensa, las emociones más duras.
Ir al Tutti Frutti era llegar frenéticos, entrar al estacionamiento y pasar por una puertita para sentarte en alguna de las mesas rojas y oscuras a seguirnos atendiendo; meseras de cuero negro y cráneos a rapa, al fondo en un nicho algún grupo de plástico glamour, o Danny mezclando a Joy Division, Bauhaus, Front 242, Neon Judgement, Ultravox, Cabaret Voltaire, Ministry…
Pero unos meses después ya estábamos en el Perico’s y Dínamo, bailando ritmos pesados en un slam que terminaba a veces en golpes en la calle, y uno de los himnos de pista para calentar los cuerpos entre empujones y codazos, golpes con la rodilla o de plano puntapiés en las espinillas y el intento de derribar a un adversario ubicado. Las mujeres tenían su propia danza slam y no era extraño ver también disimulados tirones de cabellos y una que otra fina carita con sangre. Del hardcore español de Chimo Bayo, el ciber industrial de Skinny Puppy, los ritmos eróticos y agresivos a la vez del ebm y gabba, new beat de Bélgica, hacían también el cuadro perfecto de seducciones para fugarse en la noche y seguir escuchando los insistentes apuñalamientos de beats y voces distorsionadas, visiones de la industria sin control y la perdición en una ciudad de emergencias ambientales y atroz desigualdad, austeridad y represión institucional.
Los sintetizadores como taladros, las percusiones metálicas y las telarañas de samples y capas de ruidos retumbando dentro de mi cabeza, que sigue aunque haya cerrado ya la puerta del auto y caminado hasta la puerta, entrar en silencio, con un escándalo megalítico en la sangre y el cerebro, para caer en el sillón, sin importarme las apretadas botas con casquillos exteriores de metal, el cinturón con placas o los brazaletes de estoperoles afilados, y la voz automática de Patrick Codenys: “We belive in / we believe in / the future of the human race…”
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