Postales electrónicas: la utópica suerte del telharmonium, bisabuelo de la streaming music

Esa mañana Thaddeus acudió presuroso a una reunión con sus hermanos, George y Arthur, en su laboratorio de Washington. Quería cuanto antes darles la noticia. Los hermanos Cahill eran emprendedores bien conocidos y estimados, descendientes de inmigrantes irlandeses de clase media, eran también hijos de su época, jóvenes innovadores en el boom industrial de la primera década del siglo XX.

Les tenía a sus hermanos un anuncio que cambió el rumbo de sus vidas y allanaba el camino hacia la realización de un gran sueño: construir el más grandioso y perfecto instrumento musical, que no sería acústico sino eléctrico, y que al tocarse llegaría por cable telefónico a casas y establecimientos.

El joven Thaddeus Cahill no solo era el mayor de sus hermanos y hermanas, sino que los convenció de su visión del futuro y los hizo partícipes de sus ambiciones. Les propuso mudarse al poblado de Holyoke, Massachusetts, para instalar un gran laboratorio y construir el segundo telharmonium. Después del éxito en las presentaciones del primer prototipo, en 1901, había mucho interés en financiar su desarrollo y expansión, pues nadie dudaba entonces de que tenían entre manos un gran negocio.

Por la ruta de la ciencia acústica y el derecho

Thaddeus nació en 1867, estando sus padres temporalmente en Iowa, ambos inmigrantes irlandeses, procedentes de Rohde Island, para después mudarse a Oberlin, Ohio, con sus primeros vástagos.

En su casa se dieron cuenta del talento inusual de su primogénito, ya que desde muy corta edad mostró asombrosa facilidad para el cálculo. Su padre, un médico culto, había sufrido violentos traumatismos oculares que lo tenían prácticamente ciego en una habitación oscura, pero no por ello dejó de velar por su familia. Atormentado por dolores intratables, viudo, con media docena de hijos, bien pensionado, eso sí, tuvo el tino de darse cuenta de la inteligencia de Thaddeus y decidió darle una educación especial, en casa. A diferencia de sus hermanas y hermanos, que asistieron a la escuela, al mayor le contrató maestros para la enseñanza del latín y el griego, aunque era evidente su inclinación natural para la ciencia. Se dice que apenas párvulo, en un día se aprendió las tablas, hasta la del 12.

Podría decirse que su talento científico relacionado con la electricidad y la telefonía empezó a los 13 años, cuando la Bell Company dejó de enviarle aparatos telefónicos, mismos que desarmaba y reconfiguraba, los hackeaba, se diría hoy, para experimentar. Después de estudiar en casa hasta la adolescencia, ingresa al último curso de preparatoria, para graduarse a los 16 años como el más joven y las más altas notas. Pero no le fue bien en la Universidad, en el Conservatorio de Oberlin, en el joven campo de la acústica, pero no encajó en el sistema escolar y desertó para estudiar por su cuenta.

 

Con un temperamento pragmático, Thaddeus Cahill desarrolló un doble talento, su inventiva científica en su laboratorio particular casero, pero en lo profesional eligió el mundo de las leyes en la Universidad de Washington. En ambas era tan acucioso, preciso y brillante que gracias a ello obtuvo las patentes de sus invenciones y también los recursos para la realización de ese gran sueño: nada más y nada menos que diseñar y construir el más grandioso y perfecto instrumento musical en la historia, tal cual.

Thaddeus Cahill

Lucha empecinada con la oficina de patentes

Antes de ello patentó varias innovaciones musicales. A los 18 años, en 1885 obtiene la patente de una válvula para controlar el tono del órgano, y a los 20 patenta exitosamente de un fortificador de tono para piano. Se apasionó con la lectura de Sensations of tone, de Ferdinand Helmholtz, publicada en 1862, obra que indujo gran parte de sus experimentos en el laboratorio en Washington, donde empezó por incorporar a su hermano Arthur.

Resulta que mucha gente creía en este joven de talentos insospechados, que tenía una doble vida profesional, abogado constitucionalista en el Capitolio, investigador de la física del sonido por las noches.

También inventó y patentó un ingenioso mecanismo de máquina de escribir eléctrica, aunque su falta de pericia legal en ese momento le impidió seguir ante los nacientes monopolios de la Smith Corona y Underwood, lección aparentemente bien aprendida luego de montar una pequeña fábrica que quebró en 1897, año en que patentó su gran instrumento.

De ninguna manera estaban divorciadas ambas actividades porque Cahill debió replicar empecinadamente más de una docena de objeciones a la patente del Thelharmonium, ya que había otros aparatos que en principio se basaban en principios electromecánicos similares, pero el joven físico abogado explicó una y otra vez que el suyo era en sí un instrumento musical, que superaba con mucho otros dispositivos de emisión de sonido, ya que calibraba de una manera extremadamente rigurosa las frecuencias, los timbres, escalas, tonos y armónicos.

Definitivamente solo alguien versado en los más altos niveles de la física acústica podría apreciar el prodigio científico de su creación, algo que sucedió solo hasta 60 años después con la invención del sintetizador.

Una de sus principales investigaciones tenía que ver con la escala dinámica alcanzada con un teclado de órgano, para afinar su expresión mediante la modulación del tono. Estaba enfrascado en una nueva disciplina en busca de las dinámicas acústicas exactas, con las relaciones matemáticas de la escala “natural” diatónica, todo ello muchos antes de la definición del decibel como escala de intensidad.

Si bien su entrega a estos proyectos rayaba en la obsesión, le animaba un indoblegable espíritu utilitario, vivir de sus invenciones, hacer negocio, desde que brotó la idea en una inquietante epifanía en 1891. No solo pensaba inventar un artefacto totalmente diferente a los instrumentos conocidos, en los que escuchaba defectos insalvables, particularmente al piano. Concebía una máquina que produjera un arte musical sublime, libre de toda “impureza”, que llegara hasta el último rincón de las casas y establecimientos, como la misma energía eléctrica.

En 1895 llegó al fraseo final para alistar la patente, que le costaría dos años de litigio científico-burocrático. “El arte de un aparato para generar y distribuir música eléctricamente”.

Y así debió persuadir, sin rendirse, a los peritos de la oficina de patentes, hasta lograr su objetivo. Ahora tocaba trasladar del papel a los tornillos, resortes, engranes una barca enorme para lanzarse a las aguas de un océano ignoto, la “música eléctrica”.

Pero a su idea le aureolaba una personalidad carismática apuntalada por su aguda inteligencia, que compensaba su baja estatura. Le ganaba adeptos su temperamento paciente y afable, que también le granjeaba plena confianza por parte de sus colaboradores y asociados. Nunca la soberbia, sino la integración armónica, como su complejo y hermoso invento.

El perfeccionamiento de la electromecánica de los dispositivos, con engranes que generaban señales en distintas frecuencias que podían ser combinadas para crear diferentes timbres, amplitudes y nuevas frecuencias, todo controlado desde un teclado, es decir simple y claramente el principio del sintetizador.

¿Perfección técnica, música eléctrica para todos y éxito empresarial?

Este éxito temprano lo debió al entusiasmo de dos financieros, Oscar T. Crosby y Frederick L. Todd, primeros patrocinadores y fantásticos magos del mercadeo que después se hicieron socios de Cahill. Lograron recaudar 100 mil dólares, luego de la memorable presentación de ese primer prototipo en 1901. Una ejecución impecable desde el laboratorio de Washington para la crema y nata del Maryland Club, en Baltimore, donde el virtuoso del piano, Paul W. Fischbaugh, tocó el “Largo”, de Handel y conquistó al auditorio con una música celestial que literalmente se derramaba por los grandes conos de papel colocados en los receptores telefónicos.

Bastantes meses después, al caminar por las calles de Holyoke, rumbo al laboratorio-taller, llevaba otra gran noticia. Se repetía la extraña efervescencia sanguínea que le irrigaba desde los hombros hasta el pecho y centro de su rostro, hasta picarle la barba y bigotes, que agitaba nerviosamente como si un insecto le hiciera cosquillas. Recordaba aquel día en que decidieron mudarse de Washington a Massachusetts, pero sobre todo el promisorio futuro que les esperaba y que ahora se cumplía cabalmente.

Esta vez tenía una gran noticia para sus hermanos y colaboradores, había conseguido el financiamiento faltante y un acuerdo para trasladar su invento a Nueva York, casi una década después de haberlo patentado. Tendría no solo el recurso necesario para terminarlo, sino las expectativas de un gran negocio. Habían sido 4 años de esfuerzo y dinero invertidos y la cosa no podía ir mejor. En su mente bailaban vertiginosamente decenas y decenas de diagramas, los experimentos con centenares de piezas para ser ensambladas y probadas, calibradas, afinadas.

La invadía esa emoción que acompaña un gran momento. Estaba seguro de haber tomado una excelente decisión al patentar su telharmonium varios años atrás. Lo recordaba bien, un 6 de abril de 1897, cuando recibió el certificado que le daba propiedad y derechos sobre ese voluminoso y complicado artefacto musical eléctrico, que le absorbió noches de desvelo y trabajo sin descanso, para concluir  su magna obra, el instrumento musical perfecto y que ahora veía en pleno proceso de ensamblaje.

El primer modelo (Mark I) construido e instalado en Washington pesaba unas 70 toneladas. La segunda versión en el laboratorio de Holyoke alcanzaría ¡200 toneladas!, con un costo de 200 mil dólares de aquellos entonces, equivalente a 5 millones y medio de dólares actuales, y lo logró, contratando a 50 operarios de distintas disciplinas, para ensamblar una magnífica pieza de arte de ingeniería acústica electromecánica.

Después de 4 años de trabajo, el joven inventor estaba seguro de que 1906 sería un año memorable en la historia de la música porque se proponía toda una revolución de la industria. Ese mismo año se realizó en Estados Unidos la primera emisión radiofónica, y dio inicio la era electrónica con la invención del triodo. Un dato que después pesaría brutalmente para la suerte de Cahill y su telharmonium.

Sin duda Thaddeus tenía confianza en su invento, con el que soñaba una gran hazaña, pero no por el simple anhelo del éxito empresarial sino que estaba realmente en una misión. Ese pálpito que acompañaba su caminar como eco en su pecho tensaba el nervio de su autoimpuesta responsabilidad en llevar esta idea hasta sus últimas consecuencias, porque tenía que ver con un concepto casi hegeliano de la “pureza” de la sensibilidad musical, la perfección celestial en frecuencias áureas que endulzara los humanos oídos y sentimientos. Tal vez en el pecado llevaba la penitencia.

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Abuelo electromecánico del sintetizador, bisabuelo analógico del streaming

Un año después de recibir la patente se puso manos a la obra y varios años para desarrollar un prototipo (Mark I), pero también gracias al financiamiento conquistado para tan cara maquinaria, y ahora tenía todo para terminarlo. Después de los fondos y expectación tras el éxito espectacular en 1901, y con el financiamiento auspiciado por la New England Electric Music Company, se aceleró el ensamblaje en Holyoke, donde se tuvo oportunidad de mostrar el equipo a un maravillado Lord Kelvin, erudito y autoridad científica de su época, que contribuyó a su publicidad con enaltecidos elogios. La mejor publicidad es la que va de boca en boca, dicen.

El producto final fue presentado en 1906, después de 4 años del trabajo de medio centenar de personas bajo la tutela de Cahill. La demostración de preestreno, la tarde del 26 de septiembre, ante 900 miembros de la New York Electrical Society, fue otro éxito rotundo, que pavimentó el camino de su aceptación y prontas órdenes de servicio. Poco después se descubrió que las lámparas de arco incandescente se veían afectadas por la vibración musical, titilando de manera acompasada, y se adoptó como parte del espectáculo en vivo.

El Telharmonium Hall se instaló en la Calle 39 de Broadway, en el corazón de la Ciudad de Nueva York, a unas cuantas cuadras al sur de Times Square y abrió al público el lunes 14 de enero de 1907, para ofrecer dos recitales diarios, a las 3 de la tarde y a las 8 de la noche, y que incluía el espectáculo del “Singing-Arc”, a 50 centavos de dólar la entrada.

Después de su inauguración se registraron varias temporadas de sonoro éxito, con demostraciones en vivo donde la maquinaria de casi 20 metros funcionaba escandalosamente como locomotora encerrada en el sótano, mientras que en el salón dos músicos se inclinaban ante un aparato parecido a un órgano de iglesia con varios teclados, manivelas, palancas pedales y switches en un panel de control, y regar hasta la calle una música que emulaba prácticamente a todos los instrumentos conocidos con una extraña textura electrónica derramada en el éter.

Tan solo en la primera temporada visitaron la sala decenas de miles de personas, atraídas por la novedad de ese extraño efluvio sonoro. Muchos de los hoteles, restaurantes y cafés de moda en Nueva York contrataron los servicios, como el exclusivísimo y carísimo Café Martin y el Waldorf Astoria, hasta el Plaza Hotel, que fue tan lejos como cablear música “telarmónica” en todas las habitaciones. Incluso personajes como el escritor Mark Twain, fue el primer cliente personal en contratar el servicio, quien, dicho sea de paso, también fue el primer suscriptor individual de servicio telefónico en Estados Unidos, muy geek el autor de Mark Twain.

El Thelharmonium también gozó de una fuerte y larga temporada de promoción y enaltecimiento mediático, desde el influyente McClure’s, el diario The New York Times, el Scientific American y el Literary Digest publicaban elogiosas reseñas con adjetivos desbordados. “Es una maravilla, creo en la telharmonia como en un arte musical”, declaró entusiasta Alfred Hertz, conductor de la Metropolitan Opera. El tenor Enrico Caruso vislumbró en el telharmonium una “revolución musical”, y desaforados periodistas se apresuraban a decretar la muerte de la orquesta y el advenimiento en una nueva era de apreciación musical.

La idea magna de Cahill parecía cuajar: sintetizar electrónicamente la “mejor” música y distribuirla a través de las líneas telefónicas para ser reproducida en hoteles, restaurantes y una amplia gama de establecimientos, pero especialmente los hogares, decenas, cientos y después convertirse en un artículo común en toda casa, como el teléfono y… ¡la radio!

El servicio empezó a solicitarse para eventos especiales en lugares muy exclusivos de Nueva York, pero su creador deseaba reducir paulatinamente los costos para ofrecer servicios a los hogares con una módica mensualidad, y “cultivar” a las masas

 “Telharmony” fue incluso acuñado por los medios como un nuevo tipo o género de música, una especie de easy listening etérea, que Cahill soñaba incluso instalar en lugares públicos, como parques y plazas. Incluso algunos subgéneros según sus usos: música para iglesias, para motivar a los trabajadores en las fábricas incluso una especial para dormir, basadas en el servicio telefónico, amplificado por un simple cono, incluso cuidadosamente distribuidos, para crear efectos estereofónicos y multicanal.

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Componentes de un teclado de 200 toneladas en el corazón de Nueva York

Esta gigantesca criatura electromecánica estaba integrada con familias de generadores rotativos para producir una amplia gama de formas de onda eléctricas, y convertirlas en señales acústicas, ondas de sonido transportados por cables y captadas por receptores telefónicos equipados con simples conos amplificadores para disfrutar de la “Telharmonic Music”.

Era extraordinariamente necesario el conteo de dientes relacionado con las frecuencias de vibración.
Dos teclados de 84 teclas alternadas blancas y negras, 7 octavas de 12 tonos por octava más una “octava fantasma”.

– 145 electro generadores especiales que producían una corriente eléctrica de diferentes frecuencias.

– Complejo sistema de switches para habilitar síntesis aditiva al sonido obtenido. El telharmonium era manipulado con tres teclados de órgano, dos principales y un auxiliar, conectados a filas de dínamos, para que las series armónicas pudieran ser producidas para cada tecla. Fueron asignados algunos pedales a cada teclado, para controlar individualmente el volumen.

– Los teclados operaban a un rango de amplitud de 40-4000 Hz y fueron diseñados para ser sensibles al tacto (innovación no vista hasta mediados de los años 70). El telharmonium debía ser tocado por dos personas. El primero operaba los cuatro controles manuales de tono (tres teclados y un panel de pedal). El segundo ejecutante operaba el control manual dinámico y los switches de control de timbre, cada uno para controlar dos de los cuatro pedales neumáticos.

– 18 grandes alternadores dentados, cada uno con posibilidad de hasta 5 armónicos, con un rango de 7 octavas

– Switches de control de timbres

-Transformadores mezcladores de tono.

– 7-8 resortes de inducción conectados en paralelo con modulación de impedancia y con ello la amplitud de los armónicos.

– Motor de 185 caballos de fuerza, que alimenta campo electromagnético de resortes

– Dispositivos de expresión, pedal: mediante un flujo eléctrico controlado mediante un pedal. La señal pasa por los 48 resortes conectados a platillos de contacto. Teclado de tonos, que permitía subir y bajar el volumen instantáneamente.

– Transformadores de salida, procesar y modularlos voltajes y filtrar señales indeseables.

Lento deceso de un tiranosaurio sonoro

Sin embargo, este fantástico dinosaurio electromecánico tenía grandes debilidades. La primera de carácter técnico, tenía que ver con la potencia del sonido, ya que aún no habían sido inventadas las bocinas. Por ello el telharmonium tenía que ser un aparato lo suficientemente grande para distribuir por electricidad a las líneas telefónicas. Eran 200 toneladas de engranes, algunos de gran tamaño, requería de 670 kilowatts de energía y 153 teclas, una mole con una extensión de 19 metros.

Otra de las grandes desventajas tenía que ver con el recelo de las compañías telefónicas; ambos lados se negaron a unir fuerzas con el proyecto de la música eléctrica. El cableado se desplegó prácticamente a un lado del cableado del servicio telefónico y las interferencias musicales llegaron a ser una fuente constante de quejas.

La leyenda cuenta que la gota que derramó el vaso fue una llamada telefónica de negocios del mismísimo J.P. Morgan que se vio interrumpida y frustrada por alguna sinfonía eléctrica de la creatura de Cahill, y enfureció, haciéndose el banquero un enconado enemigo de esa música que emanaba de los cables.

Lo que realmente dio al traste con el negocio de Cahill y la empresa que empezaba a tener franquicias fue el creciente impacto de la radiodifusión. En el momento en que se integraron las bocinas a los pequeños aparatos que no requería de cables, y viajaba libre por el éter, ¿para qué tener un instrumento de 200 toneladas con infatigables tecladistas cuando se podía tener no solo una orquesta completa sino un sistema entero de entretenimiento?

Pero también existía un sesgo social, incluso ideológico, que le significó permanecer esos 10 años en un nicho elitista, y no como soñaba Cahill, en la democratización del acceso a la música “culta” y un poco, solo un poco de ragtime. En el fondo respiraba una filosofía musical purista, básicamente basada en la cultura blanca anglosajona, europea en su origen.

Además la introducción del servicio de telharmony, con una estación podía cubrirse distritos comerciales enteros en distintas ciudades. Esto significaría una afectación directa a los músicos y bandas, sobre todo en un momento de furor por traer de Viena, Moscú y París bandas y orquestas de alto nivel, para dar servicios al entretenimiento en vivo, una industria pujante que competía directamente con la invención de Cahill. Su monstruo dejaría sim empleo a cientos de músicos. ¿Suena familiar?

Ante los inconvenientes alrededor de 1912 el interés en el servicio y el instrumento estaba decayendo rápidamente y para 1914 fue declarado “no exitoso”. El último telharmonium funcionó hasta 1916. Para ese momento Thaddeus se había obsesionado con su invento, y gastó su fortuna, alrededor de 2 millones de dólares en perfeccionarlo, achicarlo, hasta que murió en el intento en 1934. Dos de los instrumentos que fabricó fueron vendidos como chatarra y el primer prototipo fue conservado por su hermano Arthur durante 24 años, hasta que falleció en 1958 y también fue destruido.

Como la suerte de muchos pioneros, Cahill fue el precursor de la música electrónica e inspiró conceptos y dispositivos que crearon las siguientes generaciones de instrumentos y artistas de la vanguardia con una apreciación musical radicalmente distinta. El compositor y filósofo italiano, Ferruccio Busoni, se inspiró en la máquina para escribir su ensayo “Sketch of a New Aesthetic of Music”, en 1907 que a su vez abrió las puertas de la experimentación a personajes como Luigi Rusolo y Edgard Varèse.

La experiencia no obstante, aún a costa de la desilusión de Thaddeus, anticipó varias tecnologías musicales en los años décadas y siglos por venir, como los teclados electrónicos, adelantándose medio siglo a los sintetizadores, la música ambiental y la distribución streaming por internet, 100 años antes.

Fuentes

Weidenaar, Reynold, Magic Music from the Telharmonium. The scarecrow press, Inc., Metuchen, N..J., & London, 1995

Underground Electronic Music, Kelly Hiser, en New Music USA, febrero 2019

https://nmbx.newmusicusa.org/underground-electronic-music/

Historia de la música electrónica. Enciclopedia Británica

https://www.britannica.com/art/electronic-music#ref395184

https://www.britannica.com/art/electronic-instrument#ref261882

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